- Llevamos bastante tiempo juntos, y… -en ese punto dejó caer la cabeza- ella no soporta esta situación por más tiempo.
- Me parece muy lógico -intenté concentrarme en descubrir cómo me sentía y ni siquiera advertí que mi corazón latiera más deprisa que de ordinario.
- Yo… Yo creo que todo esto…
podríamos hablarlo.
- No hay nada que hablar, Santiago -murmuré, sintiéndome su madre por última vez- . Si me lo has contado es porque ella te importa más que yo. Si no fuera así, nunca me habrías dicho nada. Tú lo sabes y yo también.
- Bueno, pues… Es que no sé.
Estás tan tranquila que no se me ocurre nada más que decir.
- No digas nada más. Vete a la cama y déjame sola. Tengo que pensar.
Mañana hablaremos.
Al llegar a la puerta se volvió para mirarme.
- Espero… Espero que logremos llevar todo esto como personas civilizadas.
Al darme cuenta de que estaba decepcionado, casi ofendido por mi impasibilidad, no pude reprimir una sonrisa.
- Tú siempre has sido una persona civilizada -dije, para compensarla-.
Y, sobre todo, un hombre sensible.
- Lo siento, Malena -musitó, y le perdí de vista.
Recogí los exámenes, lavé el vaso y vacié el cenicero, anestesiada por la sorpresa y por mi incapacidad para reaccionar frente a la escena que acababa de vivir. Me senté de nuevo en la mesa de la cocina, encendí un cigarrillo, y tuve ganas de echarme a reír al recordar los amargos reproches que me había dedicado a mí misma tantos años antes, cuando ni siquiera me atrevía a confesar en voz baja que habría preferido la tortura de un marido como mi abuelo Pedro a los parabienes de la vida conyugal con aquel pedazo de mosquita muerta. Reviviendo aquella torpe angustia, tuve ganas de echarme a reír, pero no lo conseguí, porque además de haber renunciado de antemano a la posesión de un hombre como mi abuelo, aquella mosquita muerta acababa de abandonarme a mí, y aparte de perpleja, estaba llorando.